PATRIMONIO CULTURAL
Fray Tomás de Berlanga
Tomás Henríquez y Gómez. Berlanga de Duero (Soria), (1487 – 1551). Religioso de la Orden de Santo Domingo (OP), prior, Vicario de Andalucía y provincial de su Orden en América, obispo de Panamá, introductor del banano en América (apodado el dominico) y del tomate del Perú en Panamá, descubridor de las islas Galápagos.
Hijo de padres labriegos, el 10 de marzo de 1508 tomó el hábito de Santo Domingo en el convento de San Esteban de Salamanca y adoptó el nombre de fray Tomás de Berlanga. En 1510, a los veintitrés años, se estableció en la isla de La Española (Santo Domingo), y en 1530 fue nombrado provincial de la Orden en América.
Hijo de labradores y genuinamente atraído por la agricultura, fue un influyente agente de cambio al fomentar los cultivos y la difusión de las plantas del Viejo y el Nuevo Mundo.
En 1516, cuando realizaba su segundo viaje a América, llevó consigo a La Española a varias familias de agricultores para que cultivasen productos agrícolas peninsulares, enseñasen las técnicas de cultivo a los indígenas y transformasen el paisaje americano.
El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés atribuye a Berlanga la introducción en La Española de la musácea africana conocida popularmente como guineo o banano. Los proyectos de fomento agrícola le acompañaron al parecer toda su vida.
Pronto destacó como uno de los más notables frailes dominicos de la conquista de América. Siendo superior de la Orden en La Española, le impuso el hábito de santo Domingo al licenciado Bartolomé de Las Casas. Al parecer compartió la iniciativa de su compañero de Orden, el padre Las Casas, para que el papa Pablo III expidiese el 2 de junio de 1537 la bula por la cual se censuraba la esclavitud de los indios y la confiscación de sus bienes, aunque fuesen infieles. De hecho, es muy posible que influyera en algunas de las iniciativas indigenistas de su famoso discípulo, porque en 1530 fue nombrado obispo de Castilla del Oro o Tierra Firme (Panamá).
Poco después de haber tomado posesión de la mitra le llegó una Real Cédula de Carlos V fechada el 19 de julio de 1534, ordenándole arbitrar las diferencias que empezaban a surgir entre los conquistadores Francisco Pizarro y Diego de Almagro.
El 22 de febrero de 1535, un día antes de emprender su viaje al Perú, Berlanga le envió al Emperador una detallada carta señalando la enorme importancia que anticipaba para la ruta transístmica de Panamá. Fue un visionario porque su intuición tardó trescientos cincuenta años en materializarse.
El 23 de febrero de 1535 se embarcó para cumplir su misión en Perú, y luego de quedar durante seis días atrapado en las calmas ecuatoriales y empujado con fuerza por la corriente de Humboldt hacia el Oeste, Berlanga llegó accidentalmente al archipiélago de las Galápagos, donde desembarcó para abastecerse de agua; por ir al frente de la misión y quedar bajo su diócesis, se le atribuye este descubrimiento. En el informe que sobre este hallazgo envió a Carlos V una vez que llegó a salvo a Puerto Viejo, se encuentran las primeras descripciones de su célebre fauna, como son “los lobos marinos e tortugas e galápagos tan grandes que llevan cada uno un hombre encima, e muchas iguanas que son como sierpes”.
En 1538 la Corona nombró a Berlanga protector de indios, comisionándole la distribución de los indios de su diócesis, en libres o esclavos, los cuales habían disminuido severamente por efectos de la violencia de la conquista y de las enfermedades.
Su función como protector de indios le creó roces jurisdiccionales no sólo con los oidores de la recién creada Audiencia de Tierra Firme, también con los miembros del Cabildo capitalino y muy en especial con los encomenderos, que, abusando del trabajo indígena, querían apurar al máximo la utilidad de sus encomiendas.
Tuvo que regresar a España en 1539, y regresó en 1540. Pero la expedición tuvo un final trágico al naufragar dos de los barcos a diez leguas de Acla, ahogándose varios de sus parientes y cuatro albañiles de Sevilla que le acompañaban para reconstruir la catedral de Panamá. Pero el intrépido obispo, aunque ya no era joven, logró salvarse asiéndose a un madero junto con otro fraile, el conquistador de Urabá Julián Gutiérrez.
Afectada su salud por el excesivo trabajo y el clima tropical, y no sorprendería que desilusionado por el empeoramiento de la situación de los indígenas debido a la oposición que le hacían las autoridades y los encomenderos, Berlanga decidió renunciar a su mitra, lo que le fue admitido. Entre fines de 1542 y principios de 1543 dejó su diócesis y se embarcó para la Península, confiado en recogerse en la oración en su pueblo natal.
Allí se entregó a la tarea de fundar conventos y organizar obras pías, estableciendo capellanías para el culto. Murió en Berlanga el 8 de julio de 1551, según una inscripción que hay junto a su sepulcro.
Había cumplido sesenta y cuatro años. Fue sepultado en un sarcófago de la colegiata, en la capilla llamada de los Cristos de Panamá, construida por él. En esta capilla se conservan varios recuerdos personales suyos, como son dos mitras, una casulla, un cáliz, y un caimán disecado (o ardacho, según el vocablo local), que fue capturado en el río Chagre, del que apenas quedan unos restos descoloridos y que llevó consigo en su último viaje de regreso.
Recordado como una de las glorias de su pueblo natal, allí se le sigue rindiendo homenaje: se ha conservado su casa natal, así como la capilla de su nombre, y en la plaza del Mercado se yergue una gran estatua de bronce de cuerpo entero que le representa con su hábito dominico, portando en su mano izquierda un libro, y montado sobre un globo terráqueo en el que se posan una iguana y una tortuga galápago del archipiélago que descubrió.